Corría 2011 y, con el objetivo firme de comenzar a hacer algo en forma independiente y conjunta, emprendimos, con dos compañeras de la Facultad, un pool de siembra, sin más capital que la voluntad de aprender trabajando.
Contábamos con veinte hectáreas cedidas por mi papá y otras veinte, de mi tía Celina, en mis queridas cuchillas entrerrianas; compramos semillas, herbicidas y fertilizantes a crédito. Además, teníamos el tractor, la sembradora y otras maquinarias familiares. Así, nos largamos con una soja de primera en un buen barbecho, y ya para fines de octubre de ese año, teníamos sembradas nuestras semillitas inoculadas. ¡Estábamos felices!
Pero bien de bautismo, sufrimos una sequía (llovía muchísimo a diez kilómetros, y en nuestra zona, nada). Como si eso fuera poco, peste que había la agarrábamos. Sabemos todos que la agricultura es una empresa a cielo abierto: hay que tener corazón para dedicarse a ella, pero, al mismo tiempo, es muy gratificante.
Llegada la cosecha, la ganancia era escasa y la experiencia mucha. Sin embargo, una serie de factores, que a veces son incontrolables, me hizo replantear la idea de si verdaderamente era eso lo que quería hacer.
Hoy, siete años después, sigo en contacto con el campo. Eso me brinda mucha paz y me conecta con la gente que quiero. Por circunstancias de la vida, comenzó mi camino en la jardinería, realizando cursos, talleres y formando parte de Grupos Jardín (como un cable a tierra). Más adelante, continué con el paisajismo, como un hobby, una terapia. Actualmente, puedo decir que lo elijo por vocación y como profesión.
Valentina Arruabarrena (32), ingeniera agrónoma y paisajista.
valentina_arruabarrena@hotmail.com